domingo, 6 de abril de 2008

Dorotea


Vladimir Ortiz apenas veía al otro Protector, que se pasaba el día encerrado en su habitación, bebiendo y usando faroles de sueños que se hacía traer desde Osgodor. Ni siquiera se molestó en averiguar cómo se llamaba ese hombre. He allí el producto del gran plan, reflexionaba Vladimir Ortiz. Por primera vez en su vida estaba realmente furioso. ¡El, que había visto la columna de fuego y la columna de hielo, tenía que terminar sus días en un lugar olvidado de Dios, y en compañía de un payaso!
Encontraba consuelo en las memorias y el retrato de Dorotea. El retrato dominaba el salón de entrada de la Mansión de los Monarcas Muertos. Vladimir Ortiz pasaba buena parte del día sentado frente a ese cuadro.
Rubia, rasgos filosos, ojos color perla: así la pintaba el retrato. Dorotea había sido una mujer excepcional por su audacia. El retrato era excepcional por su torpeza. Tres siglos atrás Dorotea había conquistado la región que ahora llevaba su nombre. Antes de eso había tenido un meteórico ascenso desde una orden eclesiástica menor hasta las jerarquías superiores de la Iglesia Ecuménica, pero su brillo se había apagado de golpe por un traspié. El traspié había coincidido con la culminación de su carrera, y por esa razón Vladimir Ortiz se sentía reflejado en la historia de esa mujer.
Había una gran diferencia, desde luego, aunque Vladimir Ortiz prefería no recordarla. Dorotea había buscado la gloria, y de algún modo la gloria se había burlado de ella. Vladimir Ortiz había rehuido la gloria, pero ésta le había salido al encuentro para arruinarlo.
El retrato de Dorotea era la obra de un artista con poco presupuesto y menos imaginación. Los colores chillones se habían agrisado con los años, porque el material era barato. Los trazos eran burdos, involuntariamente ingenuos y burocráticamente solemnes. Presentaban a Dorotea subiendo triunfalmente al cielo después de vencer a los monarcas muertos. Ella vestía su capa negra de Protector, con la insignia de la Cruz y el Martillo bordada en oro. Rebosaba santidad.
Claro que Dorotea no había subido triunfalmente al cielo, no había vencido a los monarcas muertos ni había sido una santa. Vladimir Ortiz habría pasado por alto estos detalles si al menos la composición hubiera tenido cierta armonía. Pero el cuadro era un prodigio de desequilibrio, como si involuntariamente se empeñara en representar los caprichos del destino, las grietas y fisuras del gran plan. Sin embargo, Vladimir Ortiz sospechaba que el cuadro, en su vulgaridad, de algún modo hacía justicia al personaje. Se preguntaba por qué.
Debajo del cuadro había una inscripción en bronce:

UN FUEGO ME CONSUME

Gracias a Arámax, que le indicó en qué parte de la biblioteca estaban las memorias de Dorotea, Vladimir Ortiz pudo entender a qué aludía la inscripción y averiguar muchos otros detalles que antes no conocía ni le habían interesado. Dorotea había ingresado en una orden monástica menor cuando era muy joven, y había hecho sus votos de pie sobre brasas ardientes. Entonces había afirmado: “Un fuego me consume, pero no son estas débiles brasas sino el fuego de la fe.” Había impresionado a la gente de su aldea, que había asistido en masa a la ceremonia entusiasmada por la perspectiva de tener una santa local.
Dorotea no era una santa. Era una mujer brillante que había sobresalido por sus dotes intelectuales y su carácter firme. En una época en que en ciertas regiones de la Cruz y el Martillo se propagaba un extraño culto por la odiada Katya Rastova, Dorotea había resucitado con ardor el culto de la Virgen María. Por esa razón, la jerarquía superior de la Iglesia había tolerado su ascenso.
Era además una mujer excepcionalmente bella. Aun el feo retrato de la Mansión de los Monarcas Muertos lograba sugerirlo, pero además quedaban algunas fotos borrosas y los testimonios de sus contemporáneos. La penitencia y la abstinencia no habían logrado afearla. Su castidad era pues un doble tesoro. (O un doble desperdicio, le había susurrado una vez el cardenal Nuovevite en Nueva Roma, cuando ambos asistían a un seminario sobre historia de la iglesia.) Nueva Roma se había visto en la obligación de darle un cargo de Protector. Era la primera vez en siete siglos -la primera vez desde la fundación de la iglesia- que ese título se otorgaba a una mujer. Los méritos de Dorotea lo imponían (“Y el populacho lo reclamaba -añadía Nuovevite-. Eran tiempos difíciles en que las concesiones eran necesarias para mantener el equilibrio.”) Muchos cardenales la tenían entre ojos y sin duda esperaban que cometiera el desliz de exigir el título de Protectora. Dorotea era demasiado astuta para caer en esa trampa de vanidad. Sabía que la habrían acusado de atentar contra las tradiciones de la Iglesia, así que aceptó sin remilgos un título masculino. De lo contrario su carrera habría peligrado. . La Iglesia Ecuménica heredaba la misoginia de otras iglesias cristianas, pues identificaba a las mujeres con la lujuria y la tentación, pero la campaña contra la doctora Rastova había agudizado esa herencia hasta extremos de fanatismo: Rastova, como Eva, había tentado a los hombres a seguir el camino del conocimiento, y ese camino había llevado al Tiempo de la Locura, una nueva versión de la Caída. Una mujer podía hacer carrera dentro de la Iglesia, pero más le valía ser prudente.
Dorotea había aprendido esta lección. Recibió su nombramiento de Protector en una ceremonia austera a la que asistieron todos los altos cardenales de la época. Esta vez no hizo gestos grandilocuentes, como cuando había tomado los votos. Sabía que la repetición gasta los efectos. Sabía que el olor a piel quemada era desagradable. Sabía que no volvería a resistir el calor de las brasas. Simplemente se presentó con el pelo cortado al rape, a la manera de un hombre. Era una ironía, pero la sutileza mitigaba la insolencia. En todo caso, era el tipo de ironía que amaban los dignatarios, quienes no tuvieron más remedio que aplaudirla. El pelo cortado al rape era un reproche, pero podía interpretarse como la afirmación de que Dorotea estaría a la altura de un hombre en el cumplimiento de sus deberes. (De hecho, ésta era la versión oficial de la historia, y aun Dorotea, muy discreta a esta altura de sus memorias, contaba el episodio con tímida ambigüedad. Pero Vladimir Ortiz era un experto en la lectura entre líneas.)
Cuando tuvo su primera entrevista a solas con Osías Bonaparte II, el papa de la época, la flamante Protector presentó, con todo recato, una solicitud. Ese recato ocultaba una gran ambición. Era verdad que un fuego la consumía.
Dorotea pidió que le concedieran un protectorado que aún no existía. Ella estaba dispuesta a conquistarlo.
Dorotea había oído hablar de la Mansión de los Monarcas Muertos, y tiempo después, en sus memorias, contaría que esa historia o leyenda le había quitado el sueño durante años. La había oído en su aldea, antes de tomar los votos. De hecho, esa historia había guiado su vocación religiosa, tal vez porque tenía un aire romántico. El romanticismo era una de las llamas más poderosas del fuego que consumía a Dorotea, aunque en su juramento inicial había comprometido voluntariamente su castidad, algo que no se exigía a una integrante del brazo político y militar de la Iglesia. Tal vez la castidad era el precio que se imponía a sí misma por su fascinación con lo que parecía, en algunas versiones, una apasionada historia de amor.
Lamentablemente para ella, la historia no resultó ser lo que había esperado.
En la región de Bamileke, en la costa occidental del Africa, muy al sur de Osgorod, la gente veneraba la Mansión de los Monarcas Muertos. Viajeros, capitanes de mar y misioneros hablaban de ella. La mansión estaba al pie de una de las antiguas Ciudades del Cielo, y esta Ciudad del Cielo era, desde luego, una estructura en ruinas. Antiguamente la mansión había albergado salas de control y clínicas de transformación para la aplicación del Efecto Rastova. El edificio era tabú. Los habitantes de Bamileke repetían que quien entrara allí moriría quemado por el fuego de los antiguos dioses. En Bamileke, los hombres que habían viajado a las estrellas eran dioses que habían abandonado este mundo. (Los contaminados, los que no habían podido irse, eran criaturas inconclusas que merecían desprecio o compasión. Como eran dioses, merecían una ofrenda; como eran incompletos, las ofrendas eran limosnas. En Bamileke los contaminados eran dioses mendigos.)
Una pareja, Arax y Dárax, prometió que entraría en el edificio. Arax y Dárax habrían sido leyenda en Bamileke aunque nunca hubieran cumplido su promesa. Bebían más de la cuenta, se besuqueaban delante de todo el mundo, se burlaban de las convenciones. La sociedad de Bamileke era rígida y conservadora. Perdonaba las insolencias de Arax y Dárax porque eran jóvenes, pero desconfiaba de las personas atrevidas o insolentes. Cuando Arax y Dárax hicieron su promesa, muchos pensaron que los antiguos dioses fulminarían a esos impertinentes y suspiraron de alivio. El alivio no duró mucho. Arax y Dárax entraron en la mansión tomados de la mano, subieron a la terraza, saludaron a los curiosos y demostraron que habían burlado el tabú. La multitud los aclamó, y Arax y Dárax declararon que eran la reencarnación de los antiguos dioses. Los pobladores de Bamileke aceptaron esa declaración porque en cierto modo les confirmaba sus creencias. Desde la terraza, la pareja ordenó rituales y exigió ofrendas. Todos los días, los habitantes de Bamileke debían llevarles comida y arrojarla por una ranura. (La ranura daba a una especie de tobogán de madera que llegaba hasta el subsuelo del edificio. Había servido para depositar paquetes con alimentos para los que trabajaban en el edificio.) Cada siete días, los habitantes de Bamileke debían reunirse frente al edificio de cemento para rendir homenaje a Arax y Dárax. Las exigencias de Arax y Dárax crecían semana a semana, mes a mes, año a año. A veces salían de la Mansión para elegir esclavos de ambos sexos. Las devolvían al poco tiempo, cuando se cansaban de usarlos para diversas tareas y placeres. Los habitantes de Bamileke empezaron a murmurar, pero nadie se atrevía a rebelarse. El tabú era demasiado fuerte. Los habitantes de Bamileke no dudaban de la divinidad de la pareja. Sólo les disgustaba que esa divinidad fuera abusiva.
Decidieron elevar a Arax y Dárax a un estadio espiritual superior que impidiera a la pareja seguir importunando a los mortales. El veneno parecía un buen recurso para liberar a Arax y Dárax de la cárcel corporal que los volvía tan lascivos y codiciosos. Se pusieron de acuerdo y arrojaron alimentos envenenados por la ranura. Arax y Dárax no aparecieron más y así se convirtieron en deidades ideales, o al menos mucho más razonables. La gente podía regular sus ofrendas sin privarse de sus bienes. Podía adorar a la reencarnación de los antiguos dioses sin sentirse oprimida.
Bamileke era un lugar pequeño, apenas una franja de tierra en la costa, y un par de monarcas muertos bastaba para gobernarlo. (En el idioma de los habitantes de Bamileke, “monarca” y “dios” eran la misma palabra.) Los habitantes se reunían para la adoración semanal, y allí debatían sus problemas. Llamaron al edificio la Mansión de los Monarcas Muertos, y los monarcas muertos resultaron ser buenos gobernantes. No siempre encontraban soluciones, pero no cometían más errores que muchos gobernantes vivos.
Dorotea no conocía todos estos detalles. Más amante de la leyenda que de la historia, había preferido una versión pueblerina según la cual Arax y Dárax eran dos jóvenes enamorados que habían entrado en la residencia de los antiguos dioses de la región para huir de una comunidad hostil que se oponía al romance. Los pobladores los habían envenenado por despecho, y luego los habían adorado por arrepentimiento. Dorotea estaba fascinada por esta leyenda, y por la posibilidad de destruirla. Conquistaría esa región diminuta, establecería su sede en la Mansión de los Monarcas Muertos, ganaría ese territorio para la Iglesia Ecuménica. El papa de entonces, Osías Bonaparte II, jamás habría aprobado el plan si Dorotea no hubiera insistido en la hazaña simbólica que sería convertir a esos patanes y modificar el impronunciable nombre de la región. Dorotea había tenido tanto éxito con su resurrección del culto mariano en zonas agrestes de la Cruz y el Martillo que el papa tuvo que reflexionar.
-¿Bamileke? -preguntó Osías Bonaparte II-. ¿Dónde queda eso?
-Está lejos de casi todas nuestras rutas. Al sur de Osgorod.
-¿Osgorod? -preguntó Osías Bonaparte II-. ¿Dónde queda eso?
(Esto ocurría mucho antes de que las naves de doble quilla fueran a Osgorod en busca de su cargamento prohibido. Los faroles de sueños aún no se habían inventado.)
Dorotea llegó a las costas de Bamileke con una nave de doble quilla impulsada por velas y motores. El calor era sofocante, y tiempo después Dorotea anotaría en sus memorias que el aire era gordo y rojo. (Me cuesta entender eso porque yo no respiro aire. Yo no respiro. ¿Cómo podía saber ella que esa observación alguna vez pasaría a formar parte de mí, del Libro de la Tierra Negra? ¿Cómo podía saber que algún día Vladimir Ortiz leería y releería sus memorias en las bochornosas tardes de esa región que ella consideraba un país de leyenda? Según Vladimir Ortiz, las memorias de Dorotea revelan una malsana inclinación lírica que se acentuó con el tiempo, pero yo no puedo dejar de volver a esa expresión, el aire gordo y rojo, sin sentir curiosidad, o sin creer que siento curiosidad.) La nave de doble quilla se dividió en dos partes y ambos contingentes desembarcaron en dos extremos de una playa pantanosa y desierta. Dorotea avanzó al frente de sus hombres por un bosque enmarañado. Se dirigió hacia la Mansión de los Monarcas Muertos guiándose por las rampas y estructuras de metal oxidado que veía a lo lejos, las ruinas de la Ciudad del Cielo. Pensaba que esas estructuras recubiertas de vegetación eran reliquias de un antiguo culto, y en cierto modo lo eran. ¿Pero cómo podía saber que desde ese lugar los hombres habían viajado al infierno negro del espacio, transformados por el odiado Efecto Rastova? ¿Cómo podía saber que las ruinas que admiraba eran restos de algo que le habían enseñado a odiar?
Algunos habitantes los miraban con indolente curiosidad desde atrás de los árboles. Parecían inofensivos, y lo eran. Dorotea lamentó no tener la oportunidad de librar una gloriosa batalla, pero supuso que hallaría suficiente gloria en la Mansión de los Monarcas Muertos.
Esperaba encontrar un palacio exótico y brumoso, rodeado por templos y cementerios de piedra. Encontró un edificio vulgar y maloliente, rodeado por rampas y pistas de cemento y asfalto que formaban un claro en medio del bosque. Los nativos vivían en chozas de metal, construidas con restos de los artefactos y edificios de la Ciudad del Cielo.
El lugar era sórdido y prosaico, y parecía el ambiente menos propicio para la gran aventura que Dorotea había imaginado, pero la Protector no se dejó intimidar. Pensó que el cielo la ponía a prueba. Si el lugar no tenía magia, ella debía aportarla. Avanzó resueltamente hacia la Mansión de los Monarcas Muertos. Repetía ese nombre en voz baja, como si rezara una plegaria. Así lo había repetido en sueños durante años. Este momento era la encarnación de todos esos sueños. Ante el estupor de los curiosos, entró en el edificio, salió a la terraza y plantó la insignia de la Cruz y el Martillo. Sin duda esa pequeña hazaña le exigió más heroísmo del que esperaba. Los monarcas muertos, en efecto, estaban bien muertos, y aunque sus cadáveres deshechos ya no despedían olor, los alimentos descompuestos que aún les ofrendaban habían llenado el lugar de ratas y gusanos. Los monarcas no estaban abrazados, como esperaba Dorotea. Estaban tirados en rincones apartados, como si no les hubiera interesado compartir sus últimos momentos. Cada cual debía estar demasiado ocupado en sus propias convulsiones, anotaría Dorotea en sus memorias, con una crudeza que testimonia su irritación.
El personal de la fuerza de invasión se encargó de limpiar, ordenar y desinfectar el edificio ante la total indiferencia de los habitantes de la región. No les molestaba que alguien reemplazara a los monarcas muertos mientras no tuviera la osadía de estorbarlos con exigencias. Aceptaron el culto de la Cruz y el Martillo, pero en realidad adoraban a Dorotea, a quien llamaban Arax-y-Dárax. No les molestaba que fuera una extranjera mientras no interfiriera con sus costumbres.
Las autoridades de Nueva Roma no se deslumbraron ante esa conquista. Tuvieron que resignarse a dominar la región -no podían echarse atrás sin perder prestigio- y a crear un protectorado en una comarca tan poco rentable como aburrida. Según su estilo pragmático, aceptaron el traspié de Dorotea con elegancia. Llamaron Dorotea al nuevo protectorado, en honor de su conquistadora y fundadora, y otorgaron a Dorotea el cargo de Protector vitalicia. Ambas medidas eran inéditas, pero constituían una expresión más de la “política de doble filo” que la Iglesia había afinado con el tiempo y que Osías Bonaparte II ejemplificaría a la perfección en este episodio. Ningún territorio de la Cruz y el Martillo llevaba el nombre de un funcionario viviente, porque eso habría halagado su vanidad tentándolo a olvidar que era un soldado de la fe. En este caso, este inédito honor era un cruel castigo: en los círculos eclesiásticos, la fama de Dorotea quedaría asociada para siempre con su desliz, aunque para los legos constituyera un signo de prestigio. Y el cargo de Protector vitalicia equivalía a un exilio vitalicio disfrazado de retribución por los servicios prestados.
Las desdichas de Dorotea no terminaron allí. Obligada por las circunstancias a una mayor objetividad, y a un mayor cinismo, descubrió que Arax y Dárax eran un par de embaucadores que ni siquiera estaban enamorados. Los amantes inmortales eran sólo dos jóvenes inescrupulosos. En sus memorias Dorotea comentaba a menudo su decepción. Para colmo, no pudo dejar de notar que los habitantes de la región la adoraban en secreto, y eso la deprimía. Era ambiciosa, pero la idea de ser una divinidad la espantaba. Cada siete días los habitantes de la región se reunían ante el palacio. Nadie dejaba ofrenda en la mansión, pues Dorotea había prohibido explícitamente los antiguos dioses al imponer el culto neocristiano, pero la gente dejaba alimentos sin consumir esparcidos en la plaza. Era un modo sigiloso de perpetuar una costumbre. De pie ante la ventana, Dorotea veía y comprendía. Los habitantes de Dorotea la engañaban, y no podía hacer nada para evitarlo. Era la forma más escurridiza de resistencia. Ni siquiera estaba concebida como una forma de resistencia. Aparentaban aceptar el credo neocristiano para continuar su culto sin que los molestaran. Aparentaban aceptar la lengua román, pero aún creían en un idioma donde monarca y dios eran la misma palabra. Aparentaban aceptar el gobierno de la Cruz y el Martillo, pero seguían obedeciendo a los monarcas muertos. Y el nombre Dorotea no significaba nada para ellos, pues aún llamaban Bamileke a su tierra. Y para ella era una tortura. ¡Odiaba que ese lugar llevara su nombre! Más de una vez había pensado en suplicar a Nueva Roma que al menos le ahorrara esa humillación, esa vergüenza que se prolongaría como una burla aun después de su muerte. Pero luego había aceptado su destino. Era una pieza más del gran plan, el plan maestro. ¿Quién era ella para oponerse? Saúl y Edvardo habían aceptado que Teodoro fuera el fundador de la Iglesia. Dorotea optó por la aceptación, pero la aceptación la desquició.
Una fiebre voraz marchitó velozmente la belleza que ningún amante había podido adorar. Dorotea murió consumida por el fuego de esa fiebre, pensando que era el fuego de la fe. Sus memorias revelaban un acelerado deterioro de la mente. Una foto tomada en los últimos años revelaba que la decepción y la confusión habían causado en su belleza más estragos que la castidad. Su salida de este mundo había sido menos espectacular que su ingreso en la Iglesia Ecuménica. Vladimir Ortiz deploraba ese falta de coherencia dramática.
Con el tiempo, la “política del doble filo” también permitió a la Iglesia Ecuménica encontrar una aplicación para ese lugar inhóspito alejado de las rutas comerciales: allí enviaba a personajes encumbrados a quienes no podía degradar públicamente. El más famoso era tal vez el doctor Nelson, como también lo era, a su manera anónima, el descubridor del cristal doroteo. Pero por la Mansión de los Monarcas Muertos pasaron también muchos funcionarios menores. Dignatarios caídos en desgracia habían desfilado por allí, creyéndose honrados por un título que en realidad los disminuía. En general no duraban mucho, como si el nombre de ese edificio de cemento se les impusiera y de algún modo se creyeran en la obligación de respetarlo con una muerte prematura. Esto era una bendición para Nueva Roma, pues la desaparición de esos funcionarios garantizaba puestos libres, siempre útiles cuando se necesitaba desterrar a alguien sin usar la palabra destierro.
de Carlos Gardini, El Libro de la Tierra Negra

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